Lección Sociología |
Ética del consumidor
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1. De charlatanes e incautos.
Hay gente que, en uso de su libertad,
atiende a los charlatanes de feria. Hay charlatanes muy hábiles y pícaros,
capaces de deleitar a la audiencia y embaucar al más pintado; por lo tanto, hay
embaucados (casi todos lo hemos sido alguna vez). Hay gente que paga por
realizar actividades peligrosas, como lanzarse al vacío atados de una cuerda
elástica, ascender al Everest, o contraer matrimonio en Las Vegas, todo
incluido. Hay gente que se hipoteca para el resto de su vida, y lega grandes
deudas a sus hijos y nietos, al objeto de adquirir una vivienda o un automóvil.
Hay niños manipuladores que logran que sus padres les compren caprichos
carísimos; en consecuencia, hay padres lo bastante simples como para dejarse
manipular así, y lo bastante despreocupados como para no atender la educación
de sus hijos, que sin duda sufre menoscabo con estas concesiones. Cuando la
gente que así actúa (y actuamos) comete errores graves en perjuicio propio,
suele arrepentirse: "nunca debí haber comprado esta casa",
"nunca debí contratar a este guía",
"...a este abogado", "...a esta canguro",
"nunca debí fiarme de la publicidad", o "...de ese vendedor".
Hay en estos casos "malas" decisiones, errores y arrepentimientos,
pero ¿hay alguna responsabilidad moral en todo esto?, ¿deberían sus
autores sentirse moralmente culpables?, ¿deberíamos sentirnos culpables
el resto de los ciudadanos?
Se dirá que, además de los ejemplos
citados, relativamente benignos, el consumo plantea problemas más agudos: hay
millones de personas en occidente condenadas a la enfermedad por causa directa
o indirecta, según se dice, de la publicidad. Unas han interiorizado, sin culpa
suya, una imagen falsa del cuerpo humano, fomentada por una propaganda masiva y
manipuladora. Otras se inician, desde la niñez, en el consumo de productos
claramente nocivos y adictivos indiscriminada e intensamente promocionados.
Hay, por otro lado, personas que no tienen el menor escrúpulo en contratar, y
por tanto consumir, los servicios sexuales que prestan, no siempre
voluntariamente, adultos y menores de ambos sexos. La mayoría de nosotros
compramos baratijas o manufacturas que suponemos o sabemos a ciencia cierta han
sido fabricadas por personas (a veces niños) explotadas en lugares lejanos, con
técnicas industriales dañinas para el medio ambiente. Aunque haya alternativa
para estos productos, nos inclinamos por lo más barato, que es lo que al
parecer debemos hacer como consumidores racionales. Muchas personas padecen una
existencia miserable y sin sentido por culpa de un estilo de vida que ha
reducido todo valor al dinero; un estilo de vida que ellos no crearon ni tienen
posibilidad de cambiar, una semi-religión cuyo templo son los grandes centros
comerciales, cuya oración lenta y repetitiva como un rosario consiste en
"ir de compras", o "mirar escaparates", y cuyo cielo es
comprar algo nuevo, tener algo nuevo. Cuando actuamos así, o sufrimos inmersos
en la conocida lógica del consumo ¿nos estamos saltando alguna norma universal
de los consumidores?, ¿nos falta alguna virtud económica o mercantil?, ¿hay
algún déficit en nuestro carácter que pudiéramos remediar con una dosis de
"ética del consumo"? Esto es, creo, lo que querrían defender quienes
proponen una "ética del consumo" como cuerpo normativo específico.
Mi primera impresión, que debo casi
totalmente a mi abuela materna (por lo que estoy dispuesto a someterla a mejor
juicio), es que todo esto es una gran pamplina. Mis errores pueden ser muy
lamentables (sobre todo para mí), pero no implican maldad moral; y mis malas
acciones, por mucho que consistan en contratar personas o en pagar por cosas,
no creo que se deban a que no sigo la "ética de los consumidores".
Más bien se deben a mi insensibilidad o a mi pura maldad o, si somos socráticos,
a mi simple ignorancia.
Mientras haya incautos, habrá
embaucadores; y mientras haya gentuza que pague buen dinero por cosas o actos
innobles, habrá gente tan necesitada o tan sinvergüenza como para vender o
hacer lo que sea. Y esto tiene que ver con la ética, desde luego, pero no con
una supuesta ética del consumo que nos recomendara a todos (embaucadores o no,
incautos o no, sinvergüenzas o no) qué, cómo y cuándo consumir.
Hay ciertamente poco escrito sobre
"ética del consumo". Pero cuando se lee y se piensa algo sobre el
tema, aparecen enseguida tres tipos de cuestiones: (i) casos y ejemplos como
los aludidos arriba, entre muchos otros; (ii) explicaciones históricas,
sociológicas, psicológicas, económicas y hasta religiosas, todas ellas
deterministas, que pretenden dar razón de la conducta de los consumidores; y
(iii) la cuestión propiamente normativa: qué y cómo deberíamos consumir para
consumir "bien", y por qué. Las recomendaciones normativas de los
autores decentes suelen ser bastantes razonables (incluso las más radicales),
por lo que es fácil dejarse seducir por ellas aunque carezcan de todo
fundamento. Pero si uno se pregunta por qué debería uno consumir lo que tales
autores dicen que debería consumir; o dejar de consumir lo que a ellos les
parece que uno debería dejar de consumir; o por qué debería uno gastar su
dinero como estos profesores recomiendan y no de otro modo, entonces uno
comienza a sentir que hay algo que no encaja.
Veamos un ejemplo. Una cosa es que yo
no explote o esclavice a un niño (cosa que creo no podría hacer sin violar una
ley moral, una ley de mi libertad); otra muy distinta que tenga la obligación
de investigar si una prenda que estoy a punto de adquirir ha sido confeccionada
por un niño semi-esclavo en la India. Se dirá que debo hacer lo posible para
contribuir a evitar el comercio injusto. Si nadie comprara este tipo de
artículos se acabaría con la esclavitud infantil. Este argumento parece
razonable, pero en el fondo es como decir que si no hubiera hombres se acabaría
con los homicidios. Eso, que es verdad, no traslada la responsabilidad del
homicidio a la especie humana. La responsabilidad es del homicida. De igual
modo, no creo que se pueda trasladar la responsabilidad de la explotación a los
consumidores; la responsabilidad es de quien explota[1].
Casi todos los ejemplos de supuestas
obligaciones del consumidor se pueden reducir análogamente. Se trata de una
traslación ilegítima de la responsabilidad. Se sitúan sobre el consumidor
responsabilidades que corresponden al ciudadano, al político, a la persona.
Por todo esto, mi primera reacción
ante la ética del consumo es dubitativa. Me parece que el acto de consumir es,
por definición institucional, uno de los más libres y menos restringidos. En un
marco adecuado de leyes y reglas mercantiles, el acto de consumo no parece que
debería tener otra norma que la absoluta discrecionalidad de su autor[2].
Esa libertad es la que asegura la creatividad y la especialización en el
mercado, y con ellas, el incremento de bienestar para todos. Se podría decir
que la función económica del consumo depende de que la libertad de
elección de los consumidores sea lo más amplia posible.
A quien insista en que estamos
inmersos en un mundo social que nos impide escapar al plexo producción-consumo,
y que por tanto no somos realmente libres, yo le reto a que deje de pagar sus
facturas durante unos meses, e intente permanecer en esta prisión consumista.
Al contrario de lo que dicen estos autores[3],
somos totalmente libres para regresar a una economía de subsistencia, porque
precisamente el desarrollo de la tecnología agraria ha liberado regiones
enteras de buenas tierras de cultivo que ahora están abandonadas. La mayoría no
lo hacemos sencillamente porque no nos apetece, porque las ciudades con su
estresante trabajo de ocho a tres, su contaminación y su ruido nos parecen,
después de todo, más confortables. Quejarnos de la opresión del consumo me
parece un caso flagrante de mala conciencia. Es cierto que todos los que
vivimos en el mundo desarrollado adquirimos gran cantidad de cosas inútiles o
superfluas, y que ello es debido en parte ciertas presiones sociales y
económicas que, de alguna manera, nos manipulan y deforman. Pero si sucumbimos
a las tretas de la publicidad o al afán de emulación, nuestra es la mayor parte
de la culpa. A no ser que la estupidez se considere un vicio, no veo la
connotación ética de nuestras malas decisiones comerciales.
El acto de consumo sólo merece un
análisis ético cuando afecte directamente a otra persona. Si el acto no perjudica
o beneficia injustamente a nadie directamente (y hay que suponer que en un
mercado libre nadie se siente perjudicado por las transacciones voluntarias) no
habría razón para cuestionarlo. El hecho de que, por ejemplo, el artículo
comprado haya sido fabricado o intercambiado con violación de algún principio
moral (explotando a un niño, contaminando un río, destruyendo un bosque,
engañando a un intermediario, sobornando a un funcionario) no tiene por qué
hacer moralmente responsable al consumidor. En cuanto ciudadano, ese
comprador podría ser responsable si conociera fehacientemente alguno de estos
hechos y no los denunciase. En cuanto persona, podría sentirse culpable si,
conociéndolo, no lo impidiese u obstaculizase. Pero me parece un error
analítico cargar al mero consumidor con esta responsabilidad. Tal vez al hablar
de ética del consumo estamos confundiendo los términos.
2.- Qué no es la ética del consumo.
Ya he comentado que, como agentes
morales que somos, todas nuestras acciones están sujetas a evaluación
moral. En este sentido trivial el consumo, una de nuestras actividades
relacionales más importantes, está también sujeto a evaluación moral. Al
consumir mostramos nuestro carácter moral: nuestra ética personal. Pero esto no
bastaría para que tuviese sentido desarrollar una ética aplicada específica. Me
parece que quienes hablan de una ética del consumo no se refieren a una
vertiende más de la ética general, sino a algo más específico[4].
Así pues, no creo que se pueda identificar la ética del consumo con una parte
de la ética general.
Cuando se habla de ética del consumo
se suele aludir a las teorías del consumo. Dado que existen
explicaciones muy plausibles sobre por qué la gente consume, ese parece un buen
comienzo para descubrir si, qué y cómo debería consumir la gente. En
este sentido, la reflexión moral se plantea como una especie de psicoanálisis
social: al hacer explícitas las causas ocultas de un comportamiento prima
facie irracional o patológico, éste se hace comprensible, pero a la vez pierde
su sentido, con lo que es posible erradicarlo o modificarlo a la luz de la
"verdadera racionalidad". Por ejemplo, el trabajo clásico de Veblen Teoría
de la clase ociosa hace explícito el sentido del consumo ostentoso para una
clase social que desea mostrar su prestigio y su poder económico mediante la
emulación de las clases superiores, pero no puede dejar de trabajar (no puede
emular el ocio ostensible, así que se ve abocada a emular el consumo).
Explícito esto, cualquier persona inteligente debería abandonar el
consumo ostentoso en lo que tenga de irracional, pues si los demás son
igualmente inteligentes, ya no creerán la impostura. Eliminada la ilusión
producida por el consumo ostentoso, es absurdo seguir con aquella práctica.
Otro ejemplo, la teoría económica de la producción habla de la dirección
inversa de las necesidades. El sistema de producción actual no responde a
necesidades de los consumidores, sino que crea productos o servicios para los
que hay que generar una necesidad, lo cual se logra mediante la publicidad. La
necesidad y el deseo siguen al producto, no lo anteceden[5].
Pero descubierta la treta de los productores, el consumidor avezado debería
desechar las necesidades falsamente creadas y centrarse sólo en satisfacer las
necesidades o deseos "auténticos". El conocimiento debería deshacer
el bucle consumista.
Un último ejemplo: hace algunos años
Colin Campbell (1987) publicó una ingeniosa explicación "ética" del
fenómeno del consumo —siguiendo el modelo de Weber y su explicación
"ética" del capitalismo. Campbell sostiene que ni la manipulación de
los productores, ni el afán de emulación, ni ninguna otra explicación
económica, psicológica o instintiva logra hacerse cargo de la complejidad y
penetración del fenómeno moderno del consumo. Como alternativa, analiza la
ética romántica surgida desde finales del siglo XVIII, y sobre todo la nueva
forma de hedonismo en que cristaliza. Campbell descubre que el hedonismo
moderno está basado en la emoción, no en la sensación, y que la emoción no depende
tanto del objeto o del suceso placentero, sino de la capacidad del agente para
disfrutar del mismo; y ese disfrute puede alargarse cuanto se quiera: antes del
suceso, mediante la ensoñación o ilusión, después mediante el recuerdo. El
sujeto moderno, señor de sus emociones gracias a la ética puritana del
autocontrol, puede dirigirlas al placer siguiendo la ética romántica de la
auto-expresión y la auto-satisfacción. Así construye una forma de hedonismo
basada en las emociones que provocan los objetos y situaciones, más que en los
objetos mismos. Y esta es justamente la clave del consumismo actual. No
consumimos objetos, sino significados e imágenes que nos emocionan, que
responden a nuestras ensoñaciones e ilusiones. Como dice Campbell, "Al
estar obligados a enfrentar la lucha entre la necesidad y el placer (...), los
individuos modernos no habitan sólo una "jaula de hierro" de
necesidad económica, sino también un castillo de sueños románticos, y con su
conducta tratan de transformar la una en el otro"[6].
Pero, como en las restantes explicaciones del consumo, no se trata de una
conexión explícita, sino oculta. Campbell la define como "irónica":
"La conexión entre el romanticismo y el consumismo moderno debe verse como
irónica, porque aunque los románticos ciertamente pretendieron promover el
placer y la fantasía, no podemos considerar que hayan perseguido un resultado
en el cual esto se sumó para facilitar el incansable anhelo de bienes y
servicios. Se puede observar que el nacimiento del consumo racionalizado moderno
está asociado a una ironía histórica como la que acompañó al nacimiento de la
producción moderna. Es la misma 'astucia de la razón', como Mitzman la llama,
por la que la gente puede pretender una cosa pero acabar logrando algo
completamente diferente, incluso resultados diametralmente opuestos a su
intención inicial"[7].
Como en los casos anteriores, el contenido normativo implícito en esta
explicación de Campbell es evidente: si la ética hedonista romántica ha
contribuido sin saberlo a la formación del consumismo moderno, la crítica de
tal conexión debería permitirnos una decisión más reflexiva. Bien seguimos
apegados a la ética hedonista pero, conscientes de su irracional unión con el
consumo, abandonamos éste; bien tratamos de abandonar por completo esa ética
romántica en pos de otra más "auténtica". En cualquier caso, no deberíamos
permanecer impasibles ante esta explicación. Nuestra inocencia de consumidores
felices debería verse conmovida.
Creo que con estos ejemplos basta para
mostrar un modo habitual de referirse a la ética del consumo, que he calificado
como psicoanálisis social. No niego que las contribuciones teóricas sirvan, y
mucho, para orientar la acción. Desde luego que mi conducta como consumidor se
ve influida por el conocimiento de estas teorías (así como por otros
conocimientos y creencias). Pero no creo que pueda cifrarse el contenido de un
ética del consumo en desvelar presuntas determinaciones para así liberar al
consumidor. En todo caso, estas teorías serían un elemento preliminar de la
ética del consumidor.
Además, las propias teorías niegan en
cierto modo la posibilidad de un enfoque normativo, puesto que conciben el
consumo como una variable dependiente de factores sociales, psicológicos,
económicos, etc. Si estamos determinados a consumir, y a consumir de cierta
forma ¿cuál es nuestra responsabilidad?
Otro candidato para constituir la
ética del consumo que andamos buscando adopta la forma de recomendaciones más
concretas relacionadas con las consecuencias de la producción industrial y el
intercambio económico. Aunque basadas en distintas teorías morales, las
recomendaciones suelen coincidir (son las habituales de los manuales de
"ética empresarial"). He aquí algunos ejemplos:
Hay productos, u ofertas, que deberían
ser desterrados del mercado por varias razones (atentan contra la dignidad
humana, contradicen valores comunes de la sociedad, violan derecho humanos,
etc.). Los consumidores tienen la posibilidad y la obligación de
"votar" contra esos productos no consumiéndolos.
Los bienes han de mantener cierta
calidad mínima, sobre todo cuando se trata de productos que van a usar niños,
enfermos, personas marginadas o ignorante u otros grupos vulnerables. Los
consumidores pueden actuar aquí reclamando sus derechos siempre que se
consideren perjudicados.
La actividad industrial no debe causar
daños indebidos al medio ambiente ni a la calidad de vida de las personas. Los
consumidores deben vigilar dónde y cómo se han producido los artículos que
compran, para, si es posible, optar por aquellos menos contaminantes o por los
fabricantes con mejor reputación. Sería inmoral una forma de consumo
incompatible con la sostenibilidad del planeta a largo plazo.
El comercio implica muy a menudo la
explotación de trabajadores en el tercer mundo (o en el llamado "cuarto
mundo", las bolsas de marginalidad, pobreza y economía sumergida dentro
de los países desarrollados). El consumidor tiene la obligación de promover el
comercio justo optando por un consumo justo; un consumo que permita el
desarrollo y el bienestar equitativo de todas las personas implicadas en la
manufactura y comercio[8].
La publicidad y los llamados
"medios de consumo" manipulan: crean necesidades falsas, emplean
imágenes distorsionadas de la realidad, influyen sobre todo en niños y
adolescentes. El consumidor debe estar alerta para denunciar estos abusos y no
debe caer en la tentación del consumo sin freno, o "hiperconsumo",
que es una forma de explotación y da lugar a la despersonalización de las
relaciones humanas[9].
En este sentido, es muy importante una
buena "educación para el consumo". Dado que el consumo es una parte
integral de nuestras vidas, padres y educadores (y la sociedad entera) tienen
una responsabilidad hacia la infancia. La autonomía no es un dato, sino un
logro que requiere educación y crítica constante. Y es un logro cada vez más
difícil de alcanzar en una sociedad basada en la comercialización o
mercantilización (commodification) de absolutamente todo.
Todas estas cuestiones, y muchas
otras, ponen en alerta al consumidor con toda razón. La ética del consumo se
encargaría de especificar qué acciones deberían tomarse para evitar estos
peligros, para contribuir, desde el extremo del consumo, a una vida económica,
laboral y empresarial más justa.
Desde mi punto de vista, estos son
ejemplos típicos de la traslación ilegítima de la responsabilidad. En todos los
casos citados el consumidor puede ser perjudicado, pero la responsabilidad del
perjuicio es de otro. En la mayoría de estos ejemplos se trata de cuestiones prudenciales,
estratégicas, educativas o políticas. Algunas de ellas alertan nuestro sentido
moral, porque ponen en peligro a inocentes, pero eso no implica que podamos
(ni, por ende, que debamos) hacer algo como consumidores. Por ejemplo, si creo
que la infancia está en peligro debido a ciertos hábitos de consumo y
publicidad, ese es un problema educativo y legal. En una sociedad en que la
educación sea una prioridad, habrá que legislar contra ciertos productos, o
prohibir ciertas formas de publicidad que afectan a la infancia. La ética
cívica estará implicada aquí (y ahí sí se puede hablar de una responsabilidad
de cada ciudadano). También la ética de los publicistas y de los medios de
comunicación, y la ética empresarial. En el momento del consumo, habrá quienes
decidan descartar ciertos bienes por el modo en que fueron anunciados, o por
las connotaciones que puedan tener (violencia, sexismo, etc.), pero ello será
expresión de una preferencia personal (que puede ser moral o no), no de una
deontología específica "de los consumidores".
Es tentador cifrar la ética del
consumo en la capacidad de los consumidores para influir, mediante sus
elecciones, en la sociedad. Los consumidores tienen, como los votantes en una
democracia universal, todo el poder y ninguno. El poder de cada votante o
consumidor particular, es despreciable. Pero en conjunto, los votantes pueden
derribar gobiernos, así como los consumidores pueden eliminar empresas, o hacer
que cambien sus políticas. Se encuentra ahí un nicho de poder que a cualquier
reformador social le gustaría explotar. Dueños de ese poder, los consumidores
tienen una responsabilidad social que deberían ejercer en cada acto de consumo.
Ahora bien, me parece que cuando se ejercita este tipo de poder, se está
empleando el consumo sólo como medio: el consumo es en ese caso un mero
escenario de combate de ideologías político-sociales. Así, hay consumidores
"verdes", consumidores "anti-americanos", consumidores
"nacionalistas", etc. Ocasionalmente los consumidores actuan conjuntamente
contra alguna empresa o contra alguna industria, y a veces han sido efectivos.
Pero identificar la ética del consumo con este tipo de acciones es, de nuevo,
un error. El consumo es aquí un medio de expresión o un medio de acción
política. Incluso si hubiese un estilo "ético" de consumir,
políticamente neutral, sólo representaría el intento de fomentar una cierta
visión del ser humano y la sociedad que se estima mejor que otras (una sociedad
justa, o igualitaria, o kantiana, o utilitarista). Cualquier otra visión podría
ser fomentada con la misma legitimidad. En este sentido, el consumo (de hecho,
el mercado) es un mero escenario formal, bastante democrático, para la disputa
de visiones sustantivas de la sociedad. Pero precisamente por serlo, no puede haber
una ética sustantiva del consumo, sino sólo reglas del juego justas, es decir,
iguales para todos los participantes[10].
En resumen, creo que la ética del
consumo no puede identificarse ni con la ética general, ni con el mero
desvelamiento de las razones ocultas de nuestros hábitos consumistas, ni con
otras parcelas cercanas, como la ética empresarial, medioambiental, educativa o
política, por muy relacionadas que estén con el consumo. Pero entonces, ¿queda
algo que podamos denominar propiamente ética del consumo?
3.- Que podría ser la ética del consumo.
Si hay una ética del consumo, estará
constituida por principios, virtudes o normas propios de un tipo de práctica
característica que denominamos "consumo". Esos principios no serán
sólo una adaptación de los principios de una ética general o una teoría de la
justicia (aunque tampoco podrían contradecirlos) sino que derivarán de la
lógica interna del tipo de práctica en que consiste el consumo, y tendrán
sentido dentro de ella[11].
Veamos, pues, si el consumo es un tipo específico de práctica y, si lo es, cómo
podríamos definirlo con precisión.
El consumo es, por el momento, uno de
los componentes de la vida económica. James Buchanan habla del "nexo
producción-intercambio-consumo"[12].
Tal y como la conocemos hoy en día, la vida económica es un complejo
institucional compuesto sobre todo de actos organizados de producción e
intercambio. Casi todos los intercambios conllevan consumir algo, pero la
palabra "consumo" se reserva para un tipo especial de intercambio que
ha llegado a constituir una categoría diferenciada. El consumo puede definirse
como el intercambio final, en que el último intermediario facilita a un
particular un bien o servicio destinado principalmente a ser disfrutado, y no a
ser transformado. El resultado del consumo no es la manipulación de lo
adquirido y la producción de otro bien. El consumo puede generar residuos,
sobras o chatarra, pero no un "producto". El destino único del bien o
el servicio de consumo es ser disfrutado por el consumidor[13].
El consumo está, por así decir, en el extremo absoluto del complejo sistema de
intercambios que configura una economía altamente especializada y basada en el
mercado[14].
Este momento final del intercambio
económico es un componente esencial de la economía contemporánea, y ha
adquirido características muy alejadas de los medios empleados en otras épocas
para la satisfacción de necesidades vitales y sociales. De hecho, el consumo es
un hábito históricamente nuevo[15].
Las necesidades biológicas, sociales y culturales de los seres humanos han sido
satisfechas a través de instituciones diversas a lo largo de la historia: el
clan, la familia y la ciudad, el comercio, la colonización, el vasallaje y la
artesanía gremial, la iglesia, la esclavitud, la guerra. Hoy en día la compleja
institución que llamamos economía de mercado (que no excluye algunos de los
instrumentos anteriores) sirve a este propósito. La economía política establece
las bases (principios, derechos y reglas) conforme a las cuales se permite y fomenta
que las personas se organicen para producir e intercambiar bienes, y a cambio
del trabajo productivo las personas obtienen poder de consumo (un poder que se
mide por el crédito de cada ciudadano). Ese poder de consumo tienen una
naturaleza difusa, pero se puede identificar, sin pérdida de generalidad, con
esas unidades discretas y arbitrarias que llamamos dinero y que se representan
mediante dígitos y papel moneda. El poder de consumo permite que las personas
especifiquen bienes para su uso y disfrute propio o de quien ellos designen (a
eso se suele llamar derechos de propiedad). Esa adscripción privativa (o
compra), sea de una vivienda o de una baratija de todo a cien, es el acto
típico de consumo: la cancelación de cierto poder de consumo (disminución del
crédito disponible) a cambio del disfrute en exclusiva, protegido por la ley,
de un bien producido e intercambiado según las reglas del mercado.
Por tanto, el consumo está conectado
con la producción de dos maneras. Por un lado consiste en el disfrute de un
bien producido por la economía, y que llega al consumidor mediante el
intercambio de mercado. Por otro, la capacidad de consumo de cada agente
económico depende de su trabajo productivo (descartamos aquí la
capacidad de consumo heredada). A más trabajo productivo, más capacidad de
consumo. Se podría decir que el consumo forma parte integral del complejo
institucional de la economía moderna. Una crisis de consumo (el repentino
abandono de los hábitos de consumir) es tan perjudicial para el bienestar de
todos como una crisis de productividad. Una crisis de consumo puede llevar a
millones al paro y a la desesperación[16].
El consumo es pieza clave de la institución económica global, y el consumidor
es tan importante para la integración social como el voluntario, el policía, el
sacerdote, el juez o el político[17].
Al obtener bienes en el mercado, el
consumidor juega su papel como uno de los motores del sistema económico. No es
un papel subsidiario. Sus decisiones comunican preferencias e ideales. Son
indicaciones a los productores y al sistema político. Al consumir la gente
expresa cómo quiere vivir, qué valora. Hay aspectos en que todos estamos de
acuerdo: todos preferimos comer a pasar hambre, y una inmensa mayoría prefiere
comer alimentos sabrosos a alimentarse sólo de pan y agua —aunque es difícil
establecer la frontera entre necesidades biológicas y deseos socialmente
construidos. Nuestras necesidades más básicas nos importan tanto que las
garantizamos mediante derechos, pero tanto la cobertura de los derechos que
implican bienes materiales (alimentos, vivienda, educación, salud, etc.), como
la satisfacción de necesidades menos importantes, y todos nuestros caprichos y
comodidades, dependen del sistema económico. Un sistema que no podría existir
tal como existe sin el consumo libre, aquél que expresa precisamente cuáles son
nuestras necesidades, caprichos y sueños.
Dicho así, da la sensación de que el
sistema económico lo abarca todo y que prácticamente cualquier acción es un
acto de consumo. Para aclarar las cosas hay que decir que hay un gran número de
necesidades que están fuera del sistema económico. Han ido a parar al sistema
político, familiar, educativo. Todos estos sistemas sociales se relacionan con
el sistema económico y con el mercado, pero ello no implica que distribuyan
bienes de consumo. Bienes de consumo son exclusivamente aquellos que distribuye
el sistema económico y que no pueden ser exigidos como derechos, sino sólo
solicitados a cambio de dinero. Cuanta interacción está encaminada a obtener
este tipo de bienes del mercado es un acto de consumo. Pero sólo esas
interacciones lo son. La actividad autárquica de un agricultor que se
autoabastece, no contaría como consumo porque no interviene para nada en el
sistema de intercambio. La asistencia a una escuela primaria pública, tampoco.
Hay grupos de personas que eligen vivir casi totalmente al margen de cualquier
intercambio en que intervenga el dinero. Estas personas no contarían como
consumidores, pese a que evidentemente consumen alimentos, ropa, etc.
Para resumir: consumo es toda
actividad de intercambio en que interviene el dinero (como representación de la
capacidad de consumir obtenida mediante el trabajo productivo), con el objetivo
de disfrutar (y no elaborar ulteriormente) el producto obtenido del
intercambio.
Como parte integral del nexo
económico, el consumo ha de ajustarse a las reglas de la institución. Estas
reglas varían de una sociedad a otra, ya que el modo de asegurar la producción
y distribución de bienes es una opción política. Me voy a referir a la economía
típica de los países de Europa Occidental. En estos países la economía es de
libre mercado y libre empresa, con gran regulación y presencia estatal en
sectores considerados clave por afectar a bienes esenciales. En este contexto,
el papel del consumidor es doble. Respecto a los bienes públicos, tiene ciertos
derechos regulados, que ha de ejercitar ante la administración. La demanda de
estos bienes es jurídico-política, y al demandante es más apropiado llamarle
usuario, o como mucho "cliente", pero no consumidor. Respecto a los
bienes privados, el particular que demanda bienes es propiamente un consumidor
y, de la misma forma que el sistema legal-político regula las obligaciones y
derechos de los usuarios de los bienes públicos, el sistema legal-económico
regula las obligaciones y derechos de los consumidores. Esta regulación muestra
que el sistema económico no es neutral respecto a cómo actuan los consumidores;
lo cual revela a su vez que sí hay un consumidor ideal, o virtuoso, desde el
punto de vista de la misma práctica institucional en que el consumo consiste.
Veamos por qué.
La economía sólo tiene sentido si
contribuye al bienestar de todos los que participan en ella. Las instituciones
establecidas para garantizar la producción y distribución de bienes son
aquellas que se piensa aseguran el mayor y más justo bienestar potencial para
todos los miembros de la sociedad. Las instituciones son sistemas cooperativos
en el siguiente sentido: participar en ellas supone atenerse a reglas que no
siempre (más bien casi nunca) ordenan lo que sus destinatarios prefieren, lo
cual es un coste para cada agente; el beneficio proviene de que los demás se
atienen igualmente a ciertas reglas. Así, todos los participantes en una
institución tienen un interés en que todos los demás sigan las reglas de
la institución. El mercado es un sistema de cooperación cuya justificación es
el beneficio de todos los participantes[18].
En el marco de ese sistema, el
consumidor ha de atenerse a ciertas reglas. Algunas son obvias y muy
importantes, y tienen naturaleza jurídica: pagar el precio convenido, actuar de
buena fe, etc. Otras se supone que derivan de la racionalidad económica de cada
agente: no pagar más si se puede pagar menos por productos iguales, informarse
antes de tomar una decisión, poder decidir entre productos (tener alguna
preferencia) etc. Pero hay reglas más difusas, que constituyen quizá lo que
podemos llamar el "medio normativo elemental" en que toda transacción
institucional ha de desarrollarse. Esas reglas, que es imposible o muy difícil
juridificar y que no coinciden con la estricta racionalidad económica también
importan a los demás participantes en la institución, pues conforman el
ambiente en que las relaciones son posibles. Estas reglas difusas podrían ser
definidas como la "ética propia del consumo" (si nos referimos al
consumo). Se trata de las disposiciones personales, o hábitos grupales que, en
conjunción con la racionalidad económica y el cumplimiento de las normas jurídicas
que representan las reglas del juego económico, permiten que la institución
logre su objetivo de beneficiar a todos, mejor de lo que podría hacerlo en
ausencia de tales disposiciones o hábitos.
La ética del consumo sería así el
lubricante de la maquinaria institucional únicamente dentro de la cual tiene
sentido esta práctica.
Sin ánimo de exhaustividad, las
actitudes, disposiciones y hábitos que constituirían esta ética tendrían que
ver con la justicia en los intercambios, que incluye la sinceridad y la
transparencia sobre el valor que cada persona asigna a las cosas; la exigencia
ante los demás, particularmente ante los productores y quienes prestan
servicios; la diligencia suficiente a la hora de obtener información previa a
la realización de una compra; y la moderación en el gasto y el ahorro.
4.- Naturaleza de las disposiciones del "buen consumidor".
Que un consumidor sea interesado
(egoísta), que compare precios y calidades y decida en función sólo de estos
datos, identifique su bienestar con la adquisición de bienes, y se proteja
frente a otros mediante la inscripción pública de derechos sobre las cosas;
todo esto es bueno. Que además un consumidor sea exigente a la hora de comprar
y reclamar, justo en la apreciación de las cosas, diligente en su "trabajo"
como consumidor, y moderado en el gasto, es mejor. La diferencia entre el
primer grupo de actitudes y el segundo es que el primero es necesario
para que el sistema económico tal como lo conocemos funcione[19].
El segundo no es necesario, pero sí muy conveniente.
Si los consumidores no son
suficientemente exigentes, mejor para los productores y distribuidores, pero
peor para todos. Un consumidor exigente "educa" a las industrias y
comercios y les hace ser más cuidadosos (con las personas, con el medio), más
creativos, más atentos. En definitiva, un consumidor exigente presiona para que
los productos sean mejores, para que la economía alcance el límite de sus
posibilidades. Un consumidor que no sea justo y transparente en su apreciación
de las cosas puede pensar que es astuto (ocultando sus preferencias), pero con
ello sólo contribuye a distorsionar el mercado y a aumentar los famosos costes
de transacción, el gasto que las empresas han de hacer para averiguar qué
demanda la gente. Un consumidor que no se informa lo suficiente y que compra
sin reflexión suficiente, quizá se sienta muy dichoso y satisfecho, pero su
forma de consumo voraz nos perjudica a todos, porque impide el ajuste de
precios que se derivaría del efecto acumulado de la acción de consumidores inteligentes
y diligentes, que compran allí donde la relación calidad-precio es mejor. Por
último, un consumidor que se endeuda más de lo prudente quizá disfrute mucho
más que otro moderado, pero literalmente está arriesgando la riqueza de otros,
y está imponiendo un coste en todos, ya que el efecto agregado de esta actitud
es el encarecimiento de los préstamos al consumo.
Estas actitudes —justicia, exigencia,
diligencia, moderación, y otras que se le pueden ocurrir al lector— ni son
imprescindibles para el funcionamiento de la economía, ni pueden ser impuestas
por ley, pero son actitudes que mejoran el objetivo interno a la práctica del
consumo: la contribución a una economía de mercado que proporcione el mayor
bienestar posible para todos. Por esta razón creo que no es del todo absurdo
calificarlas como virtudes, aunque sea en un sentido algo peculiar. Son las
virtudes del consumidor en cuanto consumidor. Es decir, son la actitudes
que todos querríamos que los demás tuvieran en cuanto consumidores (sin perjuicio
de que quisiéramos que tuvieran muchas otras en cuanto ciudadanos, profesores,
médicos, amantes o padres). Son actitudes que, si no derivan de un cierto
carácter, resultan en obligaciones desagradables (si se dispone de dinero, es
más divertido comprar de inmediato que entretenerse en comparar precios, es más
rápido tirar un producto que no funciona y comprar otro que reclamar, etc.).
Pero si derivan del carácter apropiado, resultan en acciones perfectamente
racionales. Por eso querríamos que todos tuvieran, como consumidores, ese
carácter del que las virtudes mencionadas forman parte, y que convierte un
número de acciones beneficiosas para todos en racionales y llenas de sentido
para cada uno. Y así, todos tenemos un interés directo en educar consumidores
en esas virtudes y los valores asociados a ellas, y no otros. La propia
práctica del consumo tal como ha sido definida, pide precisamente (y tal vez
solamente) esas virtudes y no otras.
El propósito de este trabajo, como ya
debe ser evidente, no era predicar ni quejarme de nada. Era analizar un tipo
muy característico de práctica moderna, el consumo, y ver si hay algo que
podamos llamar "ética del consumo". Lo que habitualmente pasa por
ética del consumo es más bien ética general, ética empresarial o ética
política. Tal vez no quepa hablar propiamente de ética del consumo (salvo como
término descriptivo de la actitud "consumista"), pues consumir es una
de las actividades más claramente nacidas de la libertad de la gente. Pero si
buceamos en el sentido funcional del consumo contemporáneo comprobamos que es
una práctica inscrita en un esquema institucional, con un bien propio. Como
práctica encaminada a producir un bien, no todos los modos de ejercerla valen
lo mismo, pues unos contribuyen mejor a lograr el fin. Las actitudes,
disposiciones y hábitos que configuran el modo de consumir que mejor conduce a
alcanzar el fin práctico del consumo (dependiente del marco institucional en
que se desarrolla el consumo mismo) constituyen el paradigma del "buen
consumidor"; aquél que todos los que entiendan la práctica y deseen
participar en ella de buena fe, querrían ser y que los demás fueran. Y a los
rasgos que describen a este modelo podemos, creo que legítimamente,
denominarlos "virtudes del consumidor".
Soy consciente de que este ensayo
queda expuesto a muchas objeciones. Es posible que no haya explicado
suficientemente el sentido en que creo que debemos hablar de virtud y de ética
en relación a una práctica como el consumo. Quizá tampoco quede claro por qué creo
que se puede hablar de ética sin dejar de relacionarla con el sentido
funcional-institucional de una práctica. Para aclarar todo esto necesitaría
extenderme demasiado con una teoría de las instituciones y una teoría de la
acción moral. He hecho lo posible por dejar mi posición tan clara como, en este
momento, aparece para mí mismo. Las objeciones futuras servirán para reelaborar
los puntos que hayan quedado oscuros esta vez.
Referencias
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[1] Esto no quiere decir, desde
luego, que el comprador no tenga responsabilidad moral alguna. Si sabe
que está participando en un intercambio injusto, debería sentirse culpable y
hacer lo posible por evitar tal intercambio. Pero esa acción no tiene su
fundamento en una decisión de consumo, sino en una decisión moral o política
que se refleja en la repugnancia hacia cierto objeto y, por tanto, se expresa
mediante una decisión de consumo, a saber, optar por un objeto similar (quizá
más caro) que no causa tal repugnancia. A esta distinción entre política y
economía me referiré más abajo.
[2] Esta es la posición de la
economía "ortodoxa" (Morgan, 1955; Friedman, 1973; Deaton, 1992) y la
única compatible con las tesis defendidas, entre otros, por Buchanan y Vanberg
(1991).
[4] Cortina (1999), por ejemplo,
adopta el enfoque de U. Knobloch (Theorie und Ethik des Konsums, Berna,
Haupt, 1994), para quien la ética del consumo es una contrapartida de la teoría
y ética de la producción. Si la teoría del consumo se ocupa de qué se consume,
para qué se consume y quién lo decide, la tarea de la ética consistiría en
aclarar qué se debería consumir, para qué se debería consumir y quién debería
decidir lo que se consume.
[6] Campbell (1987), p. 227. Una
idea análoga subyace al argumento de Ritzer (2000), para quien el consumismo
moderno se caracteriza por un intento de re-encantar un mundo racionalizado y
burocratizado mediante ficciones como los parques y restaurantes temáticos, las
cadenas de super-tiendas o los grandes centros comerciales.
[10] Esta visión del mercado se
inspira en Buchanan (1962), p. 19. La presencia de la justicia como
imparcialidad en el mercado (y, por ende, en el consumo) no debe ser desdeñada,
pero se trata de un valor político. Desde esta perspectiva, el mercado es una
institución política para la cooperación social. Sus reglas deben
permitir la libre expresión de las opciones personales (hasta cierto límite
definido por los derechos de los demás), para así dar lugar, constructivamente,
a un modelo común de sociedad.
[11] Pese al sonido de estas
frases, no abrazo aquí necesariamente un concepto de virtud y racionalidad como
el que A. MacIntyre popularizó con Tras la virtud en 1984. Estoy
pensando más bien en el sentido en que los imperativos de una ética médica sólo
tienen sentido en el marco de la práctica médica y dirigidos a profesionales de
la sanidad. Esos imperativos no contradicen la justicia ni la humanidad en
general, pero se derivan de una práctica concreta y no obligan en el mismo
sentido a quienes no somos "practicantes".
[13] Hay que matizar aquí que
ciertos servicios "producen" bienes intercambiables. Pensemos en la
educación: el conocimiento adquirido por un estudiante puede ser
"algo" que ese estudiante piensa "vender" en el futuro a
cambio de dinero. En sentido estricto, ese estudiante no "consume"
educación, sino que se comporta como un intermediario: invierte ahora en
educación para transformar luego los conocimientos en trabajo productivo y
capacidad de consumo. Consume educación en sentido estricto quien aprende algo
por el puro placer de aprender, o de enriquecerse personalmente para vivir
mejores experiencias (como quien se forma musicalmente para disfrutar
mejor de la ópera).
[14] Esta posición del consumo es
la que posibilita la conocida organización de un impuesto como el IVA en
Europa. De paso, este impuesto nos ofrece un indicador de qué actos son
consumo: aquellas transacciones en las que el adquirente no hace declaración de
IVA. A partir del momento del consumo, el producto no recibe más valor,
sino que comienza a perderlo (se podría interpretar que lo transfiere al
consumidor, en forma de satisfacción; cuando el consumidor desecha el bien,
éste puede haber perdido todo su valor como producto, y retornado al estado de
materia prima: material reciclable).
[15] Cfr, Corrigan, 1997, cap. 1.
El término "consumismo" (consumptionism), entendido como el
compromiso de producir y consumir cada vez más cosas, fue acuñado, al parecer,
por el economista y sociólogo Samuel Strauss en 1925.
[16] No en vano dedican los
economistas gran cantidad de esfuerzo y recursos a la comprensión formal del
fenómeno del consumo. Cfr. Deaton (1992).
[17] Como ilustración de este
punto, reproduzco aquí las palabras iniciales de Morgan (1955): "Usted,
como consumidor americano, es una persona extremadamente importante. Con su
elevada y creciente renta, posee una gran discrecionalidad sobre cómo usará su
dinero, a pesar de que tenga compromisos fijos. La eficiencia y la estabilidad
económica de la nación dependen de la sabiduría con que usted elija sus compras
y la moderación que muestre entre comprar mucho y sentirse saturado de
bienes..."
[18] Cfr. Buchanan y Tullock
(1962), p. 19. Buchanan y Vanberg (1991), p. 325-26, escriben "La econmía
de mercado, como conjunto, ni maximiza ni minimiza nada. Simplemente permite
que los participantes persigan lo que estiman valioso, sujetos a las
preferencias y capacidades de otros y dentro de los límites de las 'reglas del
juego' que permiten e incentivan a los individuos a intentar nuevos modos de
hacer las cosas". En un sentido más técnico Shapley y Shubik (1969, 1976)
representaron los mercados como juegos de coaliciones con pagos transferibles
(un tipo de juego cooperativo). Llegaron a la conclusión de que todo mercado (o
mejor, el juego de coaliciones que lo representa) tiene una
"solución" (es decir, una distribución de pagos tal que es óptima
para todos los jugadores) que coincide con la coalición de la totalidad de
los jugadores en que los pagos se distribuyeran tal como lo hace la competencia
perfecta.
[19] Si la gente deja de decidir
en función de la calidad y el precio, se acabaría el progreso industrial,
incluido el avance hacia bienes cada vez más respetuosos con el medio ambiente
(uno de los factores de la calidad). Si deja de ser egoísta, desaparece el
fundamento de la economía de mercado; pues la gente sólo compraría cosas para
regalar a otros, y ya sabemos lo difícil que es acertar con un regalo: la
mayoría estarían menos satisfecho y el papel del mercado como medio de
comunicación entre consumidores y productores desaparecería (y con él, el
mercado mismo).